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La delgada línea entre la utopía y la distopía: el papel de las marcas en la construcción del futuro

Ignacio Jaén

Publicado el 11/01/2021 · 12 min read

“Sé que tienen miedo. Nos temen a nosotros. Temen al cambio. Yo no conozco el futuro. No he venido para decirles cómo acabará todo esto. Al contrario, he venido a deciros cómo va a comenzar. Voy a colgar el teléfono y luego voy a enseñarles a todos lo que ustedes no quieren que vean. Les enseñaré un mundo sin ustedes. Un mundo sin reglas y sin controles, sin limites ni fronteras. Un mundo donde cualquier cosa sea posible. Lo que hagamos después, es una decisión que dejo en vuestras manos.” – Neo, Matrix.

He de decir que comienzo este artículo con una gran ambición y una tremenda inquietud por el terreno en el que me introduzco. Para sentar las bases correctas de esta discusión (a eso aspiro con estas ideas) creo que debo comenzar por recoger las definiciones de la RAE sobre los términos más importantes del titular: utopía y distopía.

“Utopía es un plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización”.

“Distopía es la representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”.

Basándome en estas definiciones lo primero que me viene a la mente es que ambos términos representan ideas o concepciones del mundo de difícil alcance y que, por tanto, ni pretendo en este artículo plantear soluciones para conseguir un mundo idílico y maravilloso donde todo sea felicidad y amor, ni que, de no discurrir el devenir de los acontecimientos por el camino que me gustaría, esto marque la existencia de una sociedad abocada a una situación irremediablemente nefasta para el ser humano. 

Imagino que como el mundo no es blanco ni negro, el futuro será una suerte de gris más claro o más oscuro en función de las decisiones que tomemos en cada momento. Pero como yo quiero que mi futuro y el de la sociedad en la que vivo esté más claro que oscuro, voy a comenzar por sentar las bases de este artículo sin más dilación.

Recientemente, en un artículo que publiqué en Brandemia y posteriormente en mi web, quise explicar mi visión del branding en la próxima década, esta que estamos comenzando en este aciago año 2021. 

En dicho artículo concluía que la situación social y el impulso de sus públicos está llevando a algunas marcas a un posicionamiento que ya está más allá del compromiso social y es claramente un activismo corporativo. Las B-corp son un claro ejemplo de esta tendencia. Espero que esta tendencia sea cada vez más firme y esté cada vez más apoyada por los públicos, que entiendan que el consumo es un acto de reafirmación personal y de construcción de relaciones y de futuro.

También concluía que, en el espacio opuesto, la polarización social irá en aumento y, probablemente, la tendencia en las marcas a no mantener un posicionamiento público hacia ninguna causa y sí mantener una actitud manipuladora del comportamiento de sus públicos. Y en este escenario es donde está el problema.

A estas dos categorías de marcas les llamé marcas desestructurantes y marcas estructurantes, respectivamente. No voy a incidir en este planteamiento puesto que quien quiera puede leer el artículo original y participar de ese debate.

La delgada línea entre la utopía y la distopía

A partir del final de dicho artículo, en el que planteaba la siguiente cuestión ¿podríamos ver una nueva funcionalidad de la marca como gestor de la transformación y la gestión social? Quiero sentar las bases de una discusión más profunda sobre el papel de las marcas en la construcción del futuro.

Siguiendo con el razonamiento que planteaba en el artículo, las marcas desestructurantes buscan el desarrollo de una sociedad utópica, donde el ser humano consiga desarrollar lo mejor de sí mismo a través del consumo de productos o servicios necesarios para la satisfacción de sus necesidades. Los límites de ese consumo deben definirlos los propios consumidores, no las marcas. 

Al mismo tiempo, las marcas estructurantes no tienen la intención (creo) de construir un futuro distópico, pero es algo que moralmente no plantea ninguna reflexión en su forma de gestionar su comunicación y su marca, por lo que los resultados son considerados hechos ajenos a su gestión y no consecuencia de la misma. Los objetivos, lícitos como los de las marcas desestructurantes, justifican la utilización de sistemas y herramientas de forma inadecuada (desde mi punto de vista) que nos llevan a ese futuro cercano a la distopía.

Y la mediana que bifurca el presente y genera dos futuros antagónicos, que construirá dos caminos diferentes, es hoy una delgada línea que poco a poco se ensancha, se levanta sobre el suelo, se hace cada vez más rígida y sólida y terminará siendo una inmensa cordillera que no dejará ver la posibilidad de un futuro alternativo. 

Por eso, desde mi punto de vista, es muy importante que hoy no dejemos que esa línea se ensanche. Y el papel de todos los actores en esta función social es igual de importante si queremos mantener un cierto control sobre nuestro propio desarrollo como sociedad.

El papel de las marcas en la construcción de futuro

Vivimos en una sociedad que ha decidido de forma más o menos activa que el desarrollo social se base en la creación de bienes y servicios que resuelven necesidades del individuo y por los que en mayor o menor medida debemos pagar. No se trata de una relación altruista por parte de ninguna de las partes, aunque sí una relación cada vez más descompensada. 

En ocasiones, pagamos con nuestra atención muchos de esos servicios que aparentemente son gratuitos. En los últimos años se ha acuñado la frase “si no pagas por algo, el producto eres tú”. Como se pone de manifiesto en el documental de Jeff Orlowski “The social dilemma”, distribuido por Netflix, el producto no somos nosotros sino nuestra atención y, en consecuencia, nuestra voluntad para consumir.

A través de la construcción de relaciones, de contenidos y de estímulos, algunas marcas han desarrollado herramientas basadas en la tecnología (inteligencia artificial, machine learning, growth hacking, neuromarketing…) que permiten aumentar el grado de atención de sus públicos hasta situar esa atención en el punto óptimo para el consumo; un consumo que activan a través de la publicidad. 

Veamos cómo funcionan esas herramientas y esas tecnologías para que tengan un efecto tan determinante.

Las herramientas para la gestión del branding (visibilidad y relevancia) de las marcas

La primera de las herramientas que vamos a analizar es el neuromarketing, disciplina derivada de la neuropsicología y el análisis de comportamientos para predecir hábitos de consumo y motivaciones de compra. El neuromarketing es muy útil en la elaboración de buyer personas, perfiles de consumidor donde se resaltan las motivaciones emocionales del consumo. El neuromarketing permite dirigir nuestro mensaje hacia y a través de una codificación que llega directamente al sistema 1 de nuestro cerebro, al procesador de las emociones, al que toma las decisiones, vulnerando nuestra capacidad de racionalizar cierto tipo de comportamientos. El neuromarketing es la herramienta que dota de sustancia al proceso de relación con el cliente.

La segunda de las herramientas para un cambio en el modo de hacer la gestión de la marca es la inteligencia artificial. Se trata de la capacidad de computación y de procesamiento de grandes volúmenes de datos para la toma de decisiones. Los algoritmos son programaciones de un ordenador que se ejecutan y permiten la automatización de millones de tareas rutinarias con lo que se puede personalizar y adecuar el mensaje al público en función de numerosas variables. Este grado de personalización y de individualización del mensaje permite al marketing mejorar la experiencia de usuario y la capacidad de conexión (emocional, gracias al neuromarketing) y la efectividad de la campaña. La inteligencia emocional dota de exponencialidad a la sustancia.

En tercera posición está el machine learning o la capacidad de aprendizaje independiente de la inteligencia artificial. El algoritmo está programado para ser automodificado gracias a este aprendizaje, de forma que mejora su capacidad de trabajo en función de unos objetivos marcados en la programación. El machine learning permite progresar, mejorar, ser más rápida, eficiente y precisa a la inteligencia artificial y, por tanto dota de voluntad a la exponencialidad de la sustancia. El sistema quiere aprender para mejorar, porque la mejora es su objetivo primordial.

Y finalmente, tenemos la cuarta de las herramientas el growth hacking o la comparación de alternativas para mejorar el aprendizaje del algoritmo. El growth hacking es un tipo de aprendizaje que no se basa en la especulación sino en la certeza del procesamiento de datos. Mientras que cualquiera de nosotros como seres humanos debemos probar y comprobar nuestras hipótesis en un proceso lineal, analógico, el growth hacking y el machine learning trabajan en un proceso digital que, sin entrar en el procesamiento cuántico de momento, se produce en tal cantidad y velocidad que es prácticamente simultáneo. El growth hacking confiere una aceleración inimaginable a la toma de decisiones voluntaria y exponencial sobre la sustancia.

Si traducimos todo esto a los parámetros del marketing 2.0 y a sus cuatro C’s (contexto, contenido, conversación y comunidad) encontramos que estas cuatro herramientas dan como resultado un engagement (conexión emocional capaz de modificar el comportamiento) sin precedentes. Estas cuatro herramientas son capaces de crear el contenido adecuado, en el contexto adecuado, para crear una conversación relevante no solo en una comunidad, sino, para cada individuo de esa comunidad). La capacidad de persuasión es, simplemente, deslumbrante. En las manos y con los objetivos inadecuados, crea una capacidad de manipulación terrorífica.

Al igual que un cuchillo puede ser usado para crear el bocado más fino y suculento en manos de un maestro cortador de jamón, también puede ser usado por un asesino para matar a alguien. Por tanto, no podemos culpar a las herramientas de los efectos que causan, cuando la culpa la tiene la mano que las maneja. Pero ¿de quién es esa mano y qué diferencias hay en su forma de actuar?

El modelo de gestión del branding basado en el control tecnológico

En estos momentos una parte de esas herramientas están en manos de una serie de marcas que venden un producto a millones de otras marcas en el mundo. Esas marcas son las que canalizan la atención de los usuarios a través de sus plataformas de relación y contenidos. Son los buscadores, las redes sociales y los grandes agregadores de contenidos. ¿Les ponemos nombre o no hace falta?

Esto ha ocurrido siempre. Las grandes corporaciones de medios de comunicación aglutinaban la tecnología, el escaparate y el contenido para soportar el modelo de negocio basado en la publicidad. Las grandes marcas eran rehenes y cómplices de un sistema perverso que se sustentaba en un poder político muy interesado en perpetuar el modelo. Y con la llegada de Internet pareció que el sistema colapsaba y se democratizaba. Pero solo en teoría.

El paso de la primera década del siglo XXI ha traído el refinamiento del sistema pero con una modificación “genética” extremadamente peligrosa: la toma de decisiones por parte de la tecnología.

Hoy, en su fundamento, el sistema funciona igual. Es necesario poner contenido en un contexto para crear una conversación (relación) con la comunidad que justifique un mensaje comercial. Hasta ahí, nada nuevo. Los objetivos por parte de las marcas (las que manejan el sistema y las que participan de él) son los mismos, aumentar la visibilidad, mejorar la relevancia para obtener la confianza y vender (unos la atención de los usuarios, otros los productos o servicios a través de esa atención). Cuanto más se mejora el proceso más aumenta la atención, más la capacidad de vender. Insisto, hasta ahí, nada nuevo.

Sin embargo, tal y como pone de manifiesto el documental de Orlowski, el sistema se ha puesto en manos de una tecnología capaz de tomar sus propias decisiones. Una tecnología que, hoy por hoy, solo tiene como principales reglas del juego “mejorar y, con ello, aumentar la capacidad de generación de ingresos”. Y aquí el resultado ya no es el mismo. 

Esta tecnología, llamémosle “algoritmo” de forma cariñosa, no tiene ninguna instrucción moral para determinar el rumbo que debe seguir. Solo dos instrucciones básicas “mejora” y “aumenta el beneficio”. Y eso hace. De forma automática, exponencial, voluntaria y acelerada. El resultado es que, sin que nos demos cuenta, genera cada vez un contenido que provoque una mayor reacción emocional en los que lo consumen. Y cuanto más inmunes nos volvemos al contenido más se escora para provocarnos. Y como consecuencia ha generado algo que nos es familiar y que no entendemos cómo ha podido producirse: la polarización social

¿Cómo funciona la polarización social? 

Es muy simple. El algoritmo analiza los perfiles de los usuarios gracias a la inmensa cantidad de información (big data) de que dispone (información sobre tus intereses, tus comportamientos, tus estancias, tu tiempo, tu actividad e inactividad…) y que es capaz de procesar de forma inmediata. Aprende lo que te hace reaccionar, propone nuevo contenido similar y aumenta un poco el grado de emocionalidad de ese contenido. 

De esa forma poco a poco nos va ofreciendo un contenido (más radical en función de nuestros gustos), en un contexto (rodeado de otros contenidos similares), para que reaccionemos y pensemos que todos a nuestro alrededor están viviendo la misma realidad. Pero nadie vive una realidad como la nuestra porque ha sido creada para nosotros, aunque muchos viven una realidad similar, mientras otros muchos viven una realidad opuesta. 

Y entonces viene la polarización, cuando contrastamos esa realidad creada para nosotros con la realidad de los que nos rodean, se produce en nuestro cerebro una reacción de defensa ante un mundo en el que o nosotros “somos imbéciles por no comprender la realidad de la misma forma” o los imbéciles son los demás. No somos imbeciles, no estamos locos, no hemos perdido el juicio; vivimos en una realidad alternativa que se asemeja más a Matrix de lo que nos gustaría reconocer.

El problema es que no queremos creer que somos tan incrédulos como para vivir en esa realidad creada para nosotros. Y eso nos hace ser desconfiados, agresivos y peligrosos. Intentamos reforzar nuestras convicciones agrupándonos en torno a aquellos que viven una realidad similar y creamos enemigos en aquellos que amenazan nuestra integridad social. Y todo ello sin que exista una razón ética o moral para que ocurra. Solo porque un algoritmo quiere “mejorar” y “aumentar el beneficio”.

El modelo de gestión del branding basado en el control humano

No creo que los creadores de los algoritmos estén confabulando para crear una distopía liderada por una inteligencia artificial. Es más, creo que las mismas herramientas que construyen ese futuro podrían construir un futuro alternativo. Lo único que debe cambiar es la mano que dirige el modelo. 

Esas mismas corporaciones que hoy ponen sus servicios de buscador, redes sociales, agregadores de contenidos en un modelo basado en la publicidad, deben entender que ese modelo no es el que necesitamos como sociedad para mejorar nuestra relación con el resto de los seres humanos ni con el entorno que nos rodea. O por lo menos, no como lo están gestionando actualmente.

Esas mismas corporaciones deben entender que dejar en manos de una inteligencia artificial sin controles éticos y morales la decisión de cómo se configura la imagen de los acontecimientos del mundo es una aberración. Todos (la mayoría) sabemos y compartimos que hay cosas que son aceptables y cosas que no lo son. Una máquina no. Y una máquina, que evoluciona de forma exponencial mientras nuestro cerebro no ha evolucionado en decenas de miles de años, no puede ser nuestra conciencia social. 

Esas mismas corporaciones deben cambiar el modelo de negocio para ofrecer una alternativa al resto de marcas que haga posible un escenario distinto; que haga posible la utopía. 

Y las marcas tienen la oportunidad de forzar a los responsables de esos algoritmos a cambiar, tienen la oportunidad de incentivar ese cambio. 

Y eso pasa por comprender que es necesario recuperar la mano que toma las decisiones. Es necesario que las decisiones las tomen personas. Las herramientas tienen que seguir siendo herramientas y no una alternativa a la conciencia humana. Las herramientas no pueden seguir teniendo voluntariedad.

Desde las marcas tenemos (debemos) recuperar la gestión de la imagen de nuestras empresas para que las decisiones sean tomadas por personas que evalúen las consecuencias de sus actos y no se escuden en el análisis de unos datos insensibles. La propuesta de valor de nuestro branding debe tener como eje vertebrador el crecimiento social a través de las relaciones, no el crecimiento empresarial a costa de las relaciones sociales.

Esto no solo tiene lógica empresarial, social e individual, sino que no tiene alternativa viable que no lleve a un desastre. Se trata de una verdadera decisión existencial.

La responsabilidad de los ciudadanos (consumidores) con nuestro propio futuro

Y como usuarios, público, clientes tenemos el deber de elegir aquello que nos ofrece una continuidad y una alternativa a la polarización. En un mundo en el que no nos ponemos de acuerdo en lo más elemental, debemos mirar hacia nuestro propio interior y pensar qué es lo que nos hace avanzar, crecer y mejorar. Todas nuestras decisiones deben medirse en función de nuestra contribución a reducir la separación, la altura y la rigidez del muro que nos separa de los que tenemos al lado. 

Cada vez que consumimos un contenido, un producto, un servicio debemos plantearnos si es necesario, es inocuo y es constructivo. En caso contrario hay que evaluar esa decisión. No siempre será posible responder positivamente a todas esas preguntas, pero no hacernos esas preguntas es renunciar a nuestra capacidad de tomar decisiones responsables. Y cuando renunciamos a tomar decisiones responsables es muy probable que estemos en el camino de perder el control.

Somos lo que consumimos.

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